martes, 11 de agosto de 2015

La derrota

Morder el polvo de la derrota, de vez en cuando, es un cable a tierra que nos devuelve la cordura. Sin embargo, el acostumbrarse a permanecer en el piso puede ser una enfermedad difícil de superar. La derrota sólo sirve si eso nos obliga a levantarnos. A veces, por obligación, otras por voluntad, tantas más por orgullo. El problema es, que al caer, inevitablemente nos golpeamos. Y la sucesión de golpes puede ocasionar no sólo la debilitación del cuerpo y la voluntad, la perdida de esperanza y la fe. El caernos sistemáticamente implica la desolación de perdernos dentro del fracaso y abrazarnos a él. Como si ese fuera el único resultado posible, nuestro destino final.

La derrota, sin embargo, es compañera. Está ahí, latente. Si la dejas entrar a tu vida, se instalará en ella haciéndote complicada la tarea de la autosuperación y el bienestar. No te dejará, no al menos sin dar batalla. No estarás solo porque siempre te veras enredado en ese sentimiento de frustración, de impotencia, de no saberte capaz de, cuanto menos, intentarlo una vez más.

A la derrota hay que hacerle frente, asumirla y superarla. De lo contrario no habrá servido de nada el padecimiento, dejándonos a merced del abismo perpetuo de la agonía. Porque es muy perjudicial desconocer lo inevitable, ya que al menos en la intimidad debemos sincerarnos con nuestra realidad. Sólo así, se convertirá en experiencia para un futuro diferente y dejará entrar, como un rayo de sol por la ventana, un haz de esperanza.

Y si tiene que doler, que duela. Pero nos vamos a levantar.